Javier Marías es un autor maravilloso y uno de mis favoritos. Es un escritor madrileño muy notable, que ha ganado multitud de premios literarios entre ellos el premio Estatal de Literatura europea 2011, premio que dicho sea de paso, sólo tenía un escritor español antes que Marías y que demuestra que es muy reconocido fuera de las fronteras españolas.
Como nadie es profeta en su tierra aún la crítica española dice de él que es "una joven promesa", pero lo cierto es que ni es joven, ni tampoco una promesa. Es un hombre que se encuentra en una estupenda madurez y un escritor consagrado, con una prosa inteligente, culta y que además cuenta historias que nos embaucan y que describen la psicología humana de una forma muy profunda.
En el libro que me estoy leyendo Una lección pasada de moda, recopilación de artículos suyos publicados en la prensa, hallé uno que me pareció especialmente interesante, habla sobre la lengua y el pensamiento. El autor se plantea en dicho artículo:
(...)es raro e incomprensible que haya diferentes idiomas para decir esencialmente lo mismo y nombrar los mismos objetos y los mismos sentimientos y pensamientos.
¿Por qué todos hablamos en una lengua u otra, cuando lo lógico y lo fácil sería que simplemente habláramos a secas, igual que tan solo pensamos?
Pues sí que sería mucho más fácil. Ya nos resulta bastante complicado traducir el pensamiento a la lengua como encima además como dice el autor, cada uno utilizar bien o mal su lengua materna, nosotros los canarios nuestro dulce dialecto canario, de eses aspiradas y no silvantessssh.
El otro día sentada con una amiga en un banco frente a la peña de la Vieja, con una luna maravillosa que proyectaba su luz sobre la espectacular barra y hablando del tema que contiene este artículo, nos dimos cuenta de que el vocablo pensamiento contiene la palabra miento. Y juro que el helado que nos estábamos comiendo, no contenía ninguna sustancia alucinógena.
Será por eso por lo que cuando pasa alguien que conocemos y decimos con la boca pequeña:
-es un buen chico. Es probable que nuestra lengua, esté traduciendo falsamente a nuestro pensamiento:
-me cae fatal.
Pero donde vemos claramente lo difícil que es hacer estas traducciónes de la mente a la palabra, es en estos dos ejemplos. Uno es cuando nos enamoramos de alguien.
Cuando nuestro pensamiento capta que nos están temblando las rodillas, que el corazón nos late fuertemente y que casi nos falta la repiración, nuestra traducción de todo este terremoto interior, pasa a ser un pobre:
-me gustas y mucho. Quedándonos tan contentos con semejante declaración inexacta.
El otro ejemplo es el caso contrario, cuando habiendo descubierto que nuestro amor ya dejó de ser un amor y no sabemos en que parte del camino dejamos la pasión y toda aquella agridulce inquietud del principio. Que queremos proseguir el camino solos... convertimos toda esa decepción en la escueta canción de un bolero que dice: ya no te quiero, ¡ya no te quiero!, perdóname y ¡adiós!
sábado, 28 de julio de 2012
domingo, 22 de julio de 2012
¡ Whisky!
Uno de los indicativos de que la vida ha cambiado mucho en poco tiempo aparece cuando nos vamos a sacar una foto. El mundo de la fotografía no tiene nada que ver con el que era hace 12 años y aparecieron las cámaras digitales. Cambiaron las máquinas y consecuentemente cambió nuestra manera de "inmortalizar el momento". Yo diría más bien que ahora en vez de inmortalizar el momento se inmortaliza el "segundo" y cualquier cosa además.
Pensé en esto hace poco cuando estaba en una terraza y entró un grupo de personas que venían celebrando un cumpleaños. Se sentaron en unas mesas y durante más de media hora estuvieron disparando con sus cámaras, que eran además de todo tipo, a cualquier persona u objeto que se moviera o estuviera cercano a la reunión. Yo quería desentenderme del grupo pero no me dejaban los flashes, que parecían pequeños fuegos artificiales silenciosos y que llegaron a lo máximo de su explendor cuando apareció la comida porque en ese momento todo el mundo se dispuso a fotografiar cada plato, como si de ellos dependiera la difusión del arte culinario del cocinero del restaurante.
No pude evitar acordarme de la época en la que comprábamos un rollo de 24 fotos. Un cilindro negro con tapita que guardabas como "oro en paño", enredabas cuidadosamente en tu cámara y luego escogías los momentos más importantes de cualquier situación, para disparar y tenerlos así para el recuerdo.
A veces venía un rollo de esos que ponía 24 más 1 y te parecía increíble tener una foto más que de ninguna de las maneras, se te ocurría gastar en una paella o una chuleta. El revelado de esas fotos nos parecía caro además y todas esas circunstancias, nos hacían ver la fotografía como algo especial y en lo que invertíamos mucho cuidado.
También tenía su parte mala todo hay que decirlo. Si el fantástico rollito lo enganchabas mal cuando ibas a la tienda a revelar las fotos, y el dependiente te daba la "mala noticia",
te quedabas como si te hubiesen robado los preciados momentos que quisiste guardar para siempre en forma de foto. Todavía no me he recuperado de algo así. Me ocurrió hace muchos años cuando subida en una góndola, el simpático gondolero me invitó a sacarme una fotografía desde donde se remaba. No creo que pueda volver a repetir la hazaña si dentro de unos años, le pido a un gondolero que me deje subir a remar porque probablemente me conteste el de la blusa de rayas y gorro chato: señora, aquí no se puede subir nadie. Y es que con 20 años se puede subir uno a cualquier sitio.
Un amigo que se dio cuenta de todo esto también me contaba que él veía la gran diferencia en la manera que tenían de posar los chicos de ahora con los de antes. Antes se juntaban varios amigos, se ponían los brazos por encima a veces sacaban la lengua y en las manos de los de los extremos, aparecía la V de victoria de no sé qué. Era lo que se llamaba una foto divertida.
Ahora se juntan dos o tres que "posan", o sea que se colocan de perfil, levantan la barbilla y ponen cara de nada pero como seguros de si mismos. Algo extraño la verdad estar seguro de uno mismo sin pensar en nada.
Yo desentono mucho en las fotos de grupo porque todavía cuando va a salir el flash me veo gritando como una posesa ¡Whisky!, yo y algún que otro despistado. Y es que no nos hemos dado cuenta de que estamos en la era del Gin-Tónic.
Pensé en esto hace poco cuando estaba en una terraza y entró un grupo de personas que venían celebrando un cumpleaños. Se sentaron en unas mesas y durante más de media hora estuvieron disparando con sus cámaras, que eran además de todo tipo, a cualquier persona u objeto que se moviera o estuviera cercano a la reunión. Yo quería desentenderme del grupo pero no me dejaban los flashes, que parecían pequeños fuegos artificiales silenciosos y que llegaron a lo máximo de su explendor cuando apareció la comida porque en ese momento todo el mundo se dispuso a fotografiar cada plato, como si de ellos dependiera la difusión del arte culinario del cocinero del restaurante.
No pude evitar acordarme de la época en la que comprábamos un rollo de 24 fotos. Un cilindro negro con tapita que guardabas como "oro en paño", enredabas cuidadosamente en tu cámara y luego escogías los momentos más importantes de cualquier situación, para disparar y tenerlos así para el recuerdo.
A veces venía un rollo de esos que ponía 24 más 1 y te parecía increíble tener una foto más que de ninguna de las maneras, se te ocurría gastar en una paella o una chuleta. El revelado de esas fotos nos parecía caro además y todas esas circunstancias, nos hacían ver la fotografía como algo especial y en lo que invertíamos mucho cuidado.
También tenía su parte mala todo hay que decirlo. Si el fantástico rollito lo enganchabas mal cuando ibas a la tienda a revelar las fotos, y el dependiente te daba la "mala noticia",
te quedabas como si te hubiesen robado los preciados momentos que quisiste guardar para siempre en forma de foto. Todavía no me he recuperado de algo así. Me ocurrió hace muchos años cuando subida en una góndola, el simpático gondolero me invitó a sacarme una fotografía desde donde se remaba. No creo que pueda volver a repetir la hazaña si dentro de unos años, le pido a un gondolero que me deje subir a remar porque probablemente me conteste el de la blusa de rayas y gorro chato: señora, aquí no se puede subir nadie. Y es que con 20 años se puede subir uno a cualquier sitio.
Un amigo que se dio cuenta de todo esto también me contaba que él veía la gran diferencia en la manera que tenían de posar los chicos de ahora con los de antes. Antes se juntaban varios amigos, se ponían los brazos por encima a veces sacaban la lengua y en las manos de los de los extremos, aparecía la V de victoria de no sé qué. Era lo que se llamaba una foto divertida.
Ahora se juntan dos o tres que "posan", o sea que se colocan de perfil, levantan la barbilla y ponen cara de nada pero como seguros de si mismos. Algo extraño la verdad estar seguro de uno mismo sin pensar en nada.
Yo desentono mucho en las fotos de grupo porque todavía cuando va a salir el flash me veo gritando como una posesa ¡Whisky!, yo y algún que otro despistado. Y es que no nos hemos dado cuenta de que estamos en la era del Gin-Tónic.
jueves, 19 de julio de 2012
Dejar de fumar
Cada vez que me planteaba dejar de fumar me sentaba y me fumaba un cigarro desesperadamente analizando la cuestión.
Ya sabía que mi relación con el tabaco tenía los días contados y me aferraba a aquel mortal e insano objeto cilíndrico, viendo como transcurría el final de nuestra oscura relación. Oscura sobre todo por el color que probablemente tendrían en aquellos momentos mis pulmones y mi voluntad, que aunque parezca una locura, quería permanecer fiel al tabaco hasta por lo menos los 80 años.
Yo pretendía seguir fumando como esas maravillosas heroínas, malas mujeres llenas de vida de las películas clásicas que a mí tanto me gustan.
Fumar como Rita Hayworth en Gilda, Vivian Leight en Un Tranvía llamado deseo, cuando hacía de alcohólica junto a un malo, malísimo como Marlon Brandon, o como Marisa Paredes en la almodovariana Todo sobre mi madre y decía con cara de loca que mira al vacío:
-me llaman Huma, porque mi vida se ha desvanecido como el humo.
Pero soy más normal que todo eso y en aquellos momentos, me entraba una nostalgia tremenda por los instantes que viviría en el futuro sin el tabaco.
Ya no fumaría más estaba decidido, ni cuando estuviera nerviosa, ni en una situación dramática, ni al recibir una llamada inesperada o al arreglarme para una gloriosa cita. Tampoco fumaría después de comer o pintarme las uñas, no fumaría con mi amiga de turno mientras nos contábamos los últimos acontecimientos, ni después de... No fumaría con una copa en la mano, algo impensable.
Parecía como si el tabaco me hiciera pensar mejor, me hiciera más inteligente. Cogías uno de la cajetilla, lo encendías, preferiblemente con un mechero, las cerillas te dejaban un sabor raro en la boca, y te sentabas a pensar en tus cosas mientras te quedabas absorta mirando como el humo iba llenando el espacio que ocupabas.
Muchas veces en uno de estos momentos mientras vivía con mis padres, entraba mi madre por la puerta y de un plumazo me sacaba de mi ensoñación y de aquella humareda inhumana mientras se dirigía rauda a abrir la ventana y con su agudo sentido del humor me decía:
-esto parece un fumadero de opio.
Si, me sentaba a fumar y pensaba.
Y aquel día, hace por estas fechas 11 años, tomé una decisión DEJAR DE FUMAR.
Ya sabía que mi relación con el tabaco tenía los días contados y me aferraba a aquel mortal e insano objeto cilíndrico, viendo como transcurría el final de nuestra oscura relación. Oscura sobre todo por el color que probablemente tendrían en aquellos momentos mis pulmones y mi voluntad, que aunque parezca una locura, quería permanecer fiel al tabaco hasta por lo menos los 80 años.
Yo pretendía seguir fumando como esas maravillosas heroínas, malas mujeres llenas de vida de las películas clásicas que a mí tanto me gustan.
Fumar como Rita Hayworth en Gilda, Vivian Leight en Un Tranvía llamado deseo, cuando hacía de alcohólica junto a un malo, malísimo como Marlon Brandon, o como Marisa Paredes en la almodovariana Todo sobre mi madre y decía con cara de loca que mira al vacío:
-me llaman Huma, porque mi vida se ha desvanecido como el humo.
Pero soy más normal que todo eso y en aquellos momentos, me entraba una nostalgia tremenda por los instantes que viviría en el futuro sin el tabaco.
Ya no fumaría más estaba decidido, ni cuando estuviera nerviosa, ni en una situación dramática, ni al recibir una llamada inesperada o al arreglarme para una gloriosa cita. Tampoco fumaría después de comer o pintarme las uñas, no fumaría con mi amiga de turno mientras nos contábamos los últimos acontecimientos, ni después de... No fumaría con una copa en la mano, algo impensable.
Parecía como si el tabaco me hiciera pensar mejor, me hiciera más inteligente. Cogías uno de la cajetilla, lo encendías, preferiblemente con un mechero, las cerillas te dejaban un sabor raro en la boca, y te sentabas a pensar en tus cosas mientras te quedabas absorta mirando como el humo iba llenando el espacio que ocupabas.
Muchas veces en uno de estos momentos mientras vivía con mis padres, entraba mi madre por la puerta y de un plumazo me sacaba de mi ensoñación y de aquella humareda inhumana mientras se dirigía rauda a abrir la ventana y con su agudo sentido del humor me decía:
-esto parece un fumadero de opio.
Si, me sentaba a fumar y pensaba.
Y aquel día, hace por estas fechas 11 años, tomé una decisión DEJAR DE FUMAR.
miércoles, 18 de julio de 2012
Mi fatalidad genética.
Leyéndome un artículo de Antonio Muñoz Molina que trataba sobre la capacidad de contar que tiene el ser humano, se me vinieron muchas cosas a la cabeza. El autor describía esa capacidad como una "fatalidad genética", no como algo que le pueda interesar a personas ávidas de adquirir conocimientos o cultura. Contar es nuestra costumbre, una necesidad y hasta un "vicio".
Nos enganchamos a cualquier historia que está llena de vida y queremos escuchar el desenlace, no podemos dejar de oir como llega el final de unos males o de una felicidad. Entre más disparatada sea esa vida, más nos cautiva.
En mi paseo diario por la playa de Las Canteras escuché a un hombre de mediana edad que le decía a una mujer que estaba sentada a su lado:
-yo te amo y te quiero.
El hombre hablaba de una manera muy apasionada y yo no pude evitar escuchar o mejor dicho, no quise no escuchar. La mujer permanecía callada, hechizada creo yo más bien ante el peso de aquella manifestación de sentimientos.
Mi mente empezó a divagar y empecé a imaginar quienes serían aquellos personajes reales, si su amor era nuevo o si ya llevaban toda una vida juntos.
Contar y escuchar se trata de eso. Relatamos cada día pasajes de nuestra vida a nuestros amigos, a nuestra familia y a nuestros amores y vamos colocando al narrar esta las cosas en un sitio tal vez diferente incluso del que tenían cuando las vivimos. Quizá nos hacemos más héroes, más protagonistas, o más débiles de lo que realmente somos. Con cada cuento nos reinventamos. Escribimos diarios y nos contamos a nosotros mismos y en la penumbra de la noche, cuando la ciudad se va apagando y vamos oyendo como pasan por debajo de nuestra ventana los últimos coches, el camión de la basura y hasta la moto de nuestro vecino del quinto que viene ya de vuelta... nosotros refugiados bajo las sábanas, abrazados a nuestro amor vamos contando quienes somos y quienes queremos ser. Mientras ese alguien nos escucha y se va construyendo una idea probablemente equivocada de nosotros. Como se trata de contar y ese es también mi vicio, me apunto con este Blog a compartir parte de mis palabras, en la mayoría de los casos con más dudas que certezas y todo esto porque yo no soy diferente al resto y mi afán como el del hombre apasionado de la playa, como el de todo el mundo es sacar lo que uno lleva dentro hasta que como decía un autor con una frase un poco dramática pero que siempre me impactó: "contar hasta que un puñado de tierra nos tape la boca".
Nos enganchamos a cualquier historia que está llena de vida y queremos escuchar el desenlace, no podemos dejar de oir como llega el final de unos males o de una felicidad. Entre más disparatada sea esa vida, más nos cautiva.
En mi paseo diario por la playa de Las Canteras escuché a un hombre de mediana edad que le decía a una mujer que estaba sentada a su lado:
-yo te amo y te quiero.
El hombre hablaba de una manera muy apasionada y yo no pude evitar escuchar o mejor dicho, no quise no escuchar. La mujer permanecía callada, hechizada creo yo más bien ante el peso de aquella manifestación de sentimientos.
Mi mente empezó a divagar y empecé a imaginar quienes serían aquellos personajes reales, si su amor era nuevo o si ya llevaban toda una vida juntos.
Contar y escuchar se trata de eso. Relatamos cada día pasajes de nuestra vida a nuestros amigos, a nuestra familia y a nuestros amores y vamos colocando al narrar esta las cosas en un sitio tal vez diferente incluso del que tenían cuando las vivimos. Quizá nos hacemos más héroes, más protagonistas, o más débiles de lo que realmente somos. Con cada cuento nos reinventamos. Escribimos diarios y nos contamos a nosotros mismos y en la penumbra de la noche, cuando la ciudad se va apagando y vamos oyendo como pasan por debajo de nuestra ventana los últimos coches, el camión de la basura y hasta la moto de nuestro vecino del quinto que viene ya de vuelta... nosotros refugiados bajo las sábanas, abrazados a nuestro amor vamos contando quienes somos y quienes queremos ser. Mientras ese alguien nos escucha y se va construyendo una idea probablemente equivocada de nosotros. Como se trata de contar y ese es también mi vicio, me apunto con este Blog a compartir parte de mis palabras, en la mayoría de los casos con más dudas que certezas y todo esto porque yo no soy diferente al resto y mi afán como el del hombre apasionado de la playa, como el de todo el mundo es sacar lo que uno lleva dentro hasta que como decía un autor con una frase un poco dramática pero que siempre me impactó: "contar hasta que un puñado de tierra nos tape la boca".
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