Puede ser que yo llevara muy dentro el recuerdo de mi escuela en la que unas religiosas de toca y hábito azul se pasaban el día cortándome las alas y enumerando todas las cosas que eran pecado y no se podían hacer, que por cierto eran muchísimas. Tal vez por ese motivo el camino del magisterio para mí era un atajo para acudir a otro lugar o simplemente un sitio al que no llegar.
Pero ya sabemos como es la vida, basta que te empeñes en eludir algo, lo que sea, un amor, un deseo, en este caso una profesión para que todos esos dioses caprichosos y juguetones se confabulen y ¡voilà! ahí estás tú, en donde no querías estar.
Y hoy diez años después se me llena la boca diciendo que soy Maestra. Que me levanto por las mañanas, recorro un largo camino y solo al empezar el día estrecho manitas y recibo abrazos que son gratuitos. Y ya sé que esto lo han dicho muchos maestros anteriormente pero es algo que me maravilla cada día en este mundo en el que vivo, donde se dan muchos pisotones.
Y me siento una persona privilegiada por hacer algo que me gusta tanto ¡un gran descubrimiento para mi! por tener la posibilidad de contribuir con mi pequeño granito de arena en la formación de un ser humano. En poder observar a cada niño o niña y adelantarme a esa dificultad que pueda surgir en un futuro en el aprendizaje y buscar la manera de que ese problema tenga solución lo antes posible, porque esa es una de las cosas que le dan calidad a la enseñanza, algo de lo que se habla tanto ahora, detectar de manera precoz las dificultades en los alumnos y la intervención sobre estos lo antes posible. Formar un tándem estupendo con las familias, como si de cómplices se tratara que conspiran para que alguien avance en la vida, siempre en la medida de sus posibilidades tanto físicas como intelectuales. Respetar a todo el mundo sin mirar a qué país, religión o cultura pertenece porque la Escuela en la que creo ejerce un poder igualatorio maravilloso en el que se aprende a vivir con paz, algo tan necesario para el desarrollo integral del ser humano.
Y voy moviendo esas manitas por las pizarras, ahora digitales, y cuadernos de cuadros, de rayas y de ilusión por aprender. Y me encantaría remover ese pensamiento también que yo creo, como decía la magistral Ana María Matute, tristemente desarparecida estos días, que "el que no inventa no vive". Aprender a pensar, a opinar, a ser uno mismo en cada situación en la que nos coloca la vida con sus encrucijadas.
Puede ser que haya otros senderos más brillantes que tal vez yo no llegue a explorar nunca en mi vida y puede ser que haya adquirido un aspecto circunspecto, ojalá que no, ese que le veía yo a los enseñantes hace tiempo, pero en un día como hoy en el que el curso finaliza y me he ido a mi casa llena de abrazos de niños y padres, firmo por diez años más. Y sobre todo le doy gracias a la vida por no haberme hecho caso.
