Me senté convencida de que la niña ya no intentaría moverse del asiento y que se quedaría mirando el seco paisaje de nuestro trayecto, que era lo que yo también pretendía, pero mi sorpresa y la gracia que me produjeron sus palabras diez minutos después fueron enormes cuando con su dulce vocecita me avisó con gran entusiasmo: Bea un oso.
Hasta que llegamos a Telde aparecieron diez osos que por los visto, paseaban a sus anchas por Juan Grande, el Polígono de Arinaga y El Goro. Diez osos que yo con mis ojos de adulta no pude ver desgraciadamente, aunque la imaginación de la niña los iba vislumbrando uno a uno y además fue contagiando a sus compañeros que se pusieron a mirar con más detenimiento por los ventanales del autobús y empezaron a avisarme de la aparición de otros animales que extrañamente paseaban también por el hábitat sureño. Me avisaron de la existencia de lagartos, algún caballo y creo recordar que alguien fue capaz de ver un pulpo, que no sé si fue visto vivo o muerto.
Y reflexionando sobre ese maravilloso momento que viví con los niños me acordé de que yo cuando era pequeña quería ser mayor. Tenía mucha prisa por dejar atrás el mundo de los niños, quería ponerme zapatos de mayor y recorrer con ellos todo el camino que me fuera posible.
Trabajar como hacían los adultos y tener mi dinero y no la paga semanal. Conducir un coche que me llevara muy lejos, como hacía mi padre que cogía el volante con una mano y apoyaba el codo en la ventanilla transmitiendo la seguridad de que para él, conducir estaba "chupado".
Darle un beso a alguien que me pareciera muy guapo, muy listo y muy simpático y cerrar los ojos en ese momento y ver cientos de estrellitas, como veía yo que les pasaba a los protagonistas de alguna película romántica que me habían dejado ver. Si, el mundo de los adultos para mis ojos de niña era lo mejor que me podía ocurrir y no veía el momento de llegar a ese punto que adelanté todo lo que puede cuando llegué a la adolescencia y utilicé esa etapa como un trampolín para saltar a la vida real, sin mirar atrás.
Y ahora desde esta posición de mayor veo que algunas veces los caminos, aquellos que yo quería recorrer, en ocasiones tienen límites, que mi coche conducido a la manera de mi padre, ¡por supuesto! no puede llevarme tan lejos como yo quisiera, que el dinero que me dan por mi trabajo, que adoro, no es el tesoro que yo pensaba cuando era niña.
También me he percatado aunque nunca renuncio a ellos, que los besos que vienen "con estrellitas" tienen efectos secundarios y a veces después de experimentarlos producen un extraño dolor entre el pecho y el estómago, algo que nunca nadie me contó ni que salió en película alguna.
Pero afortunadamente la vida siempre da oportunidades de volver atrás o al menos me la da a mí cada día cuando voy a mi trabajo y los niños me dan la lección del otro día y me enseñan que nunca hay que perder la imaginación y dejar de soñar. Ver la vida a través de otros cristales que no sean sólo los de la realidad pura y dura.
Puede ser que si uno es capaz de seguir soñando cuando ya hace tiempo que has dejado de ser un niño, todo lo que sueñes se te puede convertir en realidad aunque sea algo tan inverosímil como la existencia de osos en el sur de Gran Canaria.