Él aquel día tenía una cita, una cita a la que no asistiría la persona con la que había concertado ese encuentro. Cuando llegó a la cafetería y se dio cuenta de que aquella persona no aparecería pensó en lo estúpido que había sido y se dispuso a tomar un café, ¡que se le iba a hacer! Al fondo, en esa mesa del rincón en la que en alguna ocasión hemos estado sentados tú y yo estaba sentada ella.
Cuando la miró pensó que aquella mujer era demasiado hermosa para estar sola y no esperar a nadie y que nadie la esperara, aun así sin pensárselo mucho se dirigió a ella para decirle no sabía qué. Aprovechando que la mujer tenía un libro en sus manos, le preguntó por el título y desgraciadamente resultó que no había oído hablar jamás de la obra y de su autor, pero nuestro hombre era una persona de recursos y comenzó a buscar otros temas que le hicieran acercarse de alguna manera a aquella fascinante mujer.
No tenían los mismos gustos literarios pero sí coincidieron en otras cosas como en el cine o en la música y de esta manera quedaron para ir juntos al cine. Y volvieron a concertar una cita, la segunda esta vez para asistir a un concierto. En aquel concierto cuando el cantante interpretó una canción con tintes románticos, de repente sus manos se unieron. Una mañana se despertaron y se dieron cuenta de que el amor se había colado por alguna rendija.
Cuando celebraron el primer aniversario de esa costumbre a la que llamamos "amor" decidieron ir a aquella cafetería en la que se habían conocido. En aquel romántico rincón, en el que hemos estado sentados tú y yo en alguna ocasión él quiso abrir su corazón y decirle tantas cosas... pero entonces ella le tapó la boca con sus manos y le dijo: sé lo que me vas a decir, que me quieres más que a nada. Yo también te quiero pero tengo que marcharme lejos. Te echaré de menos. Él desconcertado le replicó que no quería que ella se marchara, que quería tenerla siempre cerca, amanecer con ella cada mañana. Pero nada sirvió para convencerla, ella se marchó pero le prometió que le escribiría, que cada quince días le mandaría una carta de amor en la que le contaría lo que había hecho, lo que no había hecho, lo que lo quería y lo mucho que lo había echado de menos.
Ella se marchó y cuando pasaron dos semanas y la primera carta llegó, él recibió la carta ansiosamente, en ella su amor le contaba lo que había hecho, lo que no había hecho, lo que lo quería y lo que lo había echado de menos.
Pasaron otros quince días y la segunda carta llegó. Él se deleitaba leyendo cada una de aquellas palabras que se habían convertido en la razón de su vida.
El tiempo fue pasando, las cartas iban llegando puntuales a su cita, cada quince días religiosamente ella le contaba lo que había hecho, lo que no había hecho, lo que lo quería y cuánto lo había echado de menos.
Pasaron díez años y él se había instalado cómodamente en esa costumbre a la que llamamos "amor" a través de las cartas de su amada, que no lo olvidaba, que lo amaba a través de cada una de aquellas líneas finamente escritas, con una delicada caligrafía. Después de todo aquel tiempo ya podía descifrar su estado de humor, sus malos días, su alegría o su tristeza tan solo con mirar el trazo de su letra.
Y un aciago día la carta esperada no llegó. Al principio pensó que podía ser un error de correos pero cuando pasaron dos meses ya cayó en la cuenta de que aquella relación epistolar, hermosa y loca había acabado.
Sin sus palabras la vida se le hacía insoportable algo tenía que hacer, pensaba cada día. Y finalmente encontró una solución. Decidió que podía volver a leer las cartas de nuevo. Tenía cientos de ellas que había guardado celosamente en una caja fuerte. Su mayor tesoro eran todas aquellas palabras en las que ella le contaba lo que había hecho, lo que no había hecho, lo que lo quería y lo que lo echaba de menos.
Así empezó a leer una a una cada quince días las cartas. Una noche unos ladrones entraron en su casa y no encontrando nada de valor que llevarse vieron aquella caja fuerte y se marcharon con ella. Su desolación fue tremenda. La rabia de los ladrones cuando abrieron la caja fuerte fue total.
Él se volvió loco buscando a aquellos que le habían quitado su gran tesoro, su costumbre de amor. Pero daba vueltas por las calles y llegaba cada noche a su casa más triste, más viejo y acabado.
Uno de los ladrones que sintió esa curiosidad que nos entra a los seres humanos por las palabras ajenas, empezó a leer las cartas y decidió no quemarlas, como había pensado en un principio, sino enviarlas a su destinatario, como las había recibido.
Y él que nunca había perdido el hábito de abrir cada quince días el buzón, encontró un día la primera carta. Ese día volvió a la vida, ahí estaba de nuevo su costumbre de amor. Abrió desesperadamente el sobre y recorrió todas aquellas líneas escritas en esas hojas ya amarillentas. Esas palabras le hablaban de lo que ella había hecho, de lo que no había hecho, de cuánto lo quería y cuánto lo echaba de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario