Supe que tenía que desertar de aquella vida un viernes por la tarde. No fue un día especial en el que ocurrieran grandes acontecimientos o en el que dieran en la tele algo excepcional, como uno de esos interminables partidos de fútbol de un mundial, o las noticias contándonos los pormenores de una catástrofe aérea en Oriente, no, como cada viernes el plan era no tener plan, sentarme allí al lado de aquel hombre enfadado, nunca supe el porqué de su enfado, mientras escuchaba los sonidos que venían de la calle.
Eran sonidos de viernes se notaba, yo observaba el televisor junto a aquel señor silencioso y circunspecto pero mis oídos y mi cabeza se concentraban en la algarabía que venía de fuera. Allí sentada, circunspecta yo también por mimetismo, me quería imaginar las caras de la gente que en la calle había salido de sus casas para ir a lugares alegres y ruidosos, a sitios donde se bailaba y se hablaba y se bebía como un viernes más, como cada viernes mientras yo parecía convertirme en hierro que quedaba atrapado por el gran imán que suponía aquel sillón , aquel hombre serio y aquel televisor al que yo no le prestaba atención.
Viendo aquella imagen nadie hubiera sospechado que una vez, entre aquel hombre callado y yo había habido novecientos días de amor. Justamente novecientos días que es lo que dicen los expertos que dura una pasión. Una pasión en la que hubo juramentos de "te quieros para siempre",en donde todos los besos y caricias del mundo eran pocos e inagotables y en donde no había televisión ni apabullantes silencios.
Desde aquel sillón, aquel viernes empecé a vislumbrar otra vida lejos del señor enfadado, mi compañero de asiento. Debo reconocer que parecía difícil escapar de aquel lugar y de esa ausencia de palabras que me había hecho enmudecer a mí también, todo se asemejaba a esa situación en la que por la noche tienes una tremenda pesadilla en la que quieres gritar y no puedes hacerlo, así me sentía yo atada a una mudez, atada a un enfado, atada a un sillón... pero ahora desde la lejanía de aquel lugar y de aquella vida, he podido entender que no hay ataduras eternas, por muy difícil que parezca escapar de ese tipo de prisión. Cada uno de nosotros lleva unas alas interiores que nos hacen buscar la libertad, por muy complicada que se nos ponga la situación, por muy atrapados que podamos estar y sentirnos,
Y a partir de aquel viernes, en el que las risas de la gente en la calle llegaban a mis oídos de una manera más nítida y fuerte, en el que el hombre enfadado empezó a convertirse para mí en un espectro que se sentaba a mi lado y que representaba las cenizas de un amor que duró novecientos días, ese viernes en el que miraba a un televisor pero ya no lo veía, a partir de ese momento comenzó mi huída hacia otra vida.
Y ahora si alguna vez paso cerca de un sillón y hay una tele encendida, entre nosotros, no me siento nunca por si acaso llega algún otro señor enfadado y se me sienta al lado.
Sin palabras. ...Me has dejado sin palabras Beas.
ResponderEliminarMe encanta lo de las alas interiores buscando la libertad. .....yo tampoco quiero estar con ningun señor enfadado
ResponderEliminarUfff hay imanes muy fuertes, pero es verdad que siempre, aunque haya viernes que cueste creerlo, nuestras alas son más fuertes... muy lindo Bea
ResponderEliminarUfff hay imanes muy fuertes, pero es verdad que siempre, aunque haya viernes que cueste creerlo, nuestras alas son más fuertes... muy lindo Bea
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